Has escuchado hablar del perro de Pávlov pero sospechas que se trata de un movimiento de ajedrez. Sabes que con la psicología inversa puedes hacer que alguien haga justo lo contrario de lo que le pides, pero la última vez que intentaste aplicarla te dejaron en visto.
Indefensión aprendida
Martin Seligman lo demostró con perros y descargas, pero tú lo experimentas cada vez que abres una red social, discutes con un familiar o te enfrentas a una máquina de café que no da cambio. Cuando el mundo se vuelve indomable, cuando cada intento acaba en el mismo muro, la mente deja de luchar: se sienta y espera lo peor. ¿Para qué moverse si cada esfuerzo ha sido inútil? El pesimista no nace: se entrena. A veces con una sola frase, a veces con una infancia entera.
Hipertimesia
Hay gente que recuerda lo que desayunó el 13 de abril de 1998. Y no solo eso: recuerda si llovía, si llevaba puesta una camiseta azul o si su madre discutía por teléfono con una voz desconocida. Su inteligencia es normal, pero su memoria es brutal. No pueden olvidarte aunque lo deseen, no pueden perdonarte aunque lo intenten. Su mente, como un rollo de película infinita, reproduce una vida sin cortes ni rebobinados. La mayoría envidiaría su don. Hasta que se dieran cuenta de que no hay tecla de stop.
Resiliencia
Boris Cyrulnik la definió, el mercado editorial la manoseó, y ahora todo el mundo la repite como si bastara decirla para ser invulnerable. Pero la resiliencia no es una medalla de autoayuda ni una flor que crece sobre el trauma. Es otra trampa del capitalismo. La capacidad de sanar mentalmente no es una cualidad, es una red: lo que te salva no está solo en ti, sino en quien te tiende la mano cuando estás bajo el agua.
¿Cuándo la ansiedad se convierte en pánico?
Cuando el cuerpo grita y tú le escuchas. Cuando tu corazón acelera y piensas «voy a morir» en lugar de «he corrido cien metros a toda hostia». Giorgio Nardone, con su lógica breve pero punzante, propone algo tan contraintuitivo que parece magia negra: intensifica la reacción, no la frenes. Acelera el coche hasta que el miedo se queda atrás. A veces la única forma de controlar la ansiedad es bailando con ella hasta que se aburre de ti.
Hipocondría
Es ese arte sutil de convertir cada cosquilleo en un tumor y cada bostezo en apnea del sueño. Un trastorno somatomorfo, dicen los manuales, aunque en la práctica es un diálogo constante entre el cuerpo que no calla y la mente que grita. No hay fiebre, pero hay termómetro. No hay enfermedad, pero hay síntomas. Y siempre hay una web que confirma lo peor. A falta de una dolencia real, el hipocondríaco fabrica su propia trinchera desde la que defenderse del mundo: la de quien prefiere temer a enfermar que enfermar sin aviso.
Elección de pareja y CMH
No fue el horóscopo, ni el Tinder, ni la alineación de planetas la noche que os conocisteis. Fue el olor. Mejor dicho: fue el complejo mayor de histocompatibilidad, un puñado de genes que trabaja en tu sistema inmunitario y que, de paso, decide si esa persona te huele a hogar o a alergia. Los estudios dicen que tendemos a buscar pareja con un CMH distinto al nuestro. ¿Por variedad genética? Puede ser. ¿Por necesidad de equilibrio inmunológico? También. O tal vez porque el amor —cuando aún no se ha estropeado— es eso que ocurre entre dos personas que no comparten ni los calcetines ni los linfocitos.
Heredabilidad de la inteligencia
No eres tú, son tus genes. Al menos, a partir de los veinte. La inteligencia, según los estudios, es cada vez más hereditaria con la edad. De niño, tu entorno te influye; de adulto, tu genoma se impone. Gemelos separados contestan tests como si hubieran hecho trampa uno al otro. Adoptados criados juntos, en cambio, se parecen tanto como dos desconocidos en una sala de espera. O sea: el hogar educa, pero el ADN sentencia. Los títulos se cuelgan en la pared; los coeficientes, en el núcleo celular.
Efecto placebo
Te dan una pastilla de harina con pinta de ibuprofeno y, mágicamente, te duele menos. No es que seas ingenuo: es que tu cerebro quiere colaborar. El cuerpo, cansado de quejarse, acepta el simulacro como consuelo bioquímico. No hay principio activo, pero hay fe, y a veces la fe —como el dolor— también genera endorfinas. El placebo no miente: negocia, y se aprovecha de que el sufrimiento, como la esperanza, es parcialmente mental. En tiempos de pseudociencia, es tranquilizador saber que incluso los engaños pueden curar si uno los desea con la suficiente intensidad.
Disonancia cognitiva
Cuando tus actos contradicen tus ideas no siempre cambias tus actos: a veces retocas tus ideas. Te convences de que fumar no es tan grave, de que el otro se lo merecía, de que el sistema funciona, de que puedes vivir de alquiler y estar solo a dos nóminas de distancia la pobreza y aun así el discurso turboliberal es el que te representa. ¿Eres solo gilipollas o hay algo más? Leon Festinger lo explicó con claridad: ante la incoherencia, la mente no se disculpa, se reacomoda. El cerebro es como un contorsionista, se tuerce antes que asumir una fractura, somos capaces de justificar lo injustificable con tal de no sentirnos imbéciles. No buscamos verdad, buscamos coherencia y a veces ni eso, solo buscamos dormir tranquilos.
Efecto Dunning-Kruger
El incompetente tiende a sobrevalorarse. El brillante duda de sí mismo. Y el que no sabe distinguir entre ambos suele tener un canal de YouTube misógino. Este sesgo cognitivo, tan útil como desolador, revela que la ignorancia no solo es atrevida: también es inconsciente de sí misma. El necio no duda porque ni siquiera sabe qué debería saber, y mientras tanto el experto se enreda en matices, se avergüenza de sus certezas y repite «no lo sé» como un mantra. ¿Moral de la historia? El mundo está lleno de idiotas seguros de sí mismos y sabios que no abren la boca. Adivina quién se lleva el ascenso.
Ahora con todo esto ya podemos seguir diagnosticando, etiquetando y aconsejando con la alegría del ignorante funcional. Porque no queremos comprendernos, solo tener razón.